Como encargo de su monarca, Francisco de Goya devolvió la vida campesina al lugar que siempre le había correspondido: este era, y debiera continuar siendo, la casa del rey.
En 1776, Carlos III encarga a Goya una serie de cartones para tapices con motivo de la decoración del Comedor del Príncipe del Palacio del Pardo. De entre todos ellos, los dedicados a la vida campesina como metáfora de las cuatro estaciones nos han dejado algunas de las más hermosas escenas campestres de la historia del arte. El monarca ilustrado dedicó gran parte de su reinado a la recuperación de las artesanías españolas y fue el principal promotor del desarrollo agrícola del país durante la segunda mitad del siglo xviii.
Francisco de Goya: La era o El verano, 1786–87. Museo del Prado, Madrid
Siendo consciente de la importancia de la ciudad como vehículo para impulsar la modernidad, y viviendo en una época en la que España ya tenía algo más de diez millones de habitantes, comprendió la necesidad de actuar sobre la sociedad interconectando el nuevo modelo urbano con su contexto rural circundante, que también debía ser reformado. La gestión del agua fue uno de los elementos ejemplificadores, imprescindible en el rediseño de las urbes y pieza clave de las huertas que podrían entonces abastecer de productos frescos. Herencia suya fueron el alcantarillado de Madrid o los regadíos de la fértil huerta de Aranjuez.
De la mano de Campomanes, uno de sus ministros ilustrados, liberalizó el comercio y promovió la industria y las artesanías. Financió, a través de las Sociedades Económicas de Amigos del País, centenares de proyectos para que las diferentes zonas del territorio fueran capaces de autoabastecerse, impulsando el desarrollo de la agricultura hasta lugares anteriormente inimaginables en España. En 1787, un proyecto diseñado para repoblar el campo andaluz de Sierra Morena y del valle del Guadalquivir llegó a traer inmigrantes centroeuropeos, muchos de ellos venidos de Alemania. Todo un ejemplo que los actuales gobernantes deberían conocer.
Francisco de Goya: La vendimia o El otoño, 1786–87. Museo del Prado, Madrid
Durante los años que antecedieron a la llegada del siglo xix, la sociedad floreció fruto de una profunda reforma educativa apoyada en los pilares de la Ilustración: luchar contra la ignorancia, la superstición y la tiranía para crear un mundo mejor. Fue el momento en el que surgieron las Reales Academias: de la Medicina, de la Lengua, de la Historia, el Real Gabinete de Historia Natural o el Real Jardín Botánico. Con el dinero de los que más tenían —voluntariamente unas veces, otras a la fuerza con la polémica Desamortización— la agricultura pudo convertirse en uno de los máximos exponentes de la nueva civilización que dejaba atrás el Antiguo Régimen. La mirada del rey, a través de los ojos de Goya y de la maestría de las manos artesanas de la Real Fábrica de Tapices, era compartida con los invitados en el comedor de palacio.
Francisco de Goya: La nevada o El invierno, 1786. Museo del Prado, Madrid
Hoy más que nunca necesitamos líderes que entiendan que es necesaria una segunda venida de la Ilustración, un renovado impulso transformador dirigido por los que realmente pueden cambiar el mundo. Políticos que sepan abordar el problema desde su raíz, a través de la educación, iluminando las sombras de hoy que tanto se parecen a las de ayer. Pues se trata, como siempre, de hacer al ser humano más libre. Recuperar la dignidad de trabajar la tierra para detener la huída del campo a la ciudad y, con algo de suerte, quizá, llenar otra vez nuestros ojos urbanos de manos campesinas.