Riadas humanas

No. 01/15

En cada nuevo festival del que soy espectador, ahí está, mi rostro de sorpresa ante la instintiva predisposición de los asistentes a convertirlo todo en una gran fiesta.

No soy hombre de festivales. Como dicen en mi tierra, «las aglomeraciones me espantan». Coincidir en un mismo lugar con más de cuatro personas me agobia, necesito distancia para observar y tiempo para conversar. En casa soy feliz, en la mía, en la de mi familia, en la de mis amigos. Puede ser que solo me atreva con las multitudes en un cine o ante una representación teatral, y creo que es porque las butacas limitan mi espacio individual y la oscuridad de la sala me camufla.

Inès de la Fressange sobre la alfombra roja del Festival de Cannes, Cannes, Francia, 2013. AFP Photo/Pool/Olivier Anrigoolivier

Sin embargo, mi vida profesional me ha llevado a diversos países y ser observador en varios de sus festivales, ni pocos ni todavía demasiados, de cine, de cultura urbana, de gastronomía, música, teatro, y algún otro que no sabría cómo catalogar. Pero por muy novedoso, raro o espectacular que sea su contenido, a través de los proyectos de audiovisual que captan su pulso y posteriormente relatarán sus historias y emociones, he sido espectador de lo que todavía no ha dejado de sorprenderme: la casi instintiva predisposición de todos los asistentes a convertirlo todo en una gran fiesta.

Han sido numerosas las ocasiones en las que como observador involuntario, he asistido a esos minutos que anteceden al jubiloso disfrute de la vida. En la sala de cine antes de ver la película que causa tanta expectación; en un restaurante esperando el deseado plato; en un estadio con la palpitante emoción previa a que de comienzo el partido… Pero aunque cualquiera de estas situaciones se plantee de por sí emocionante, en ninguna de ellas he encontrado nunca la unánime decisión de ser lo más feliz posible como entre los asistentes a un festival. Y es tanto o más así que incluso, cuando reviso el material grabado y hago el aparentemente sencillo ejercicio de seleccionar aquellos planos que mayormente inviten a la diversión, siempre siento que corro el riesgo de parecer excesivo, demasiado dulce.

Desde antes de cruzar sus puertas, una especie de «abandono de la carga diaria» parece que se apodera de todos los que allí se han dado cita. La gente pasea, respira, observa, sonríe; los amigos se reencuentran y los breves momentos que dura el saludo parecen un resumen de lo mejor de cualquiera de las ediciones anteriores. Porque son la evocación y la posibilidad de repetir lo que hacen al ser humano un animal de costumbres; y la novedad o el misterio de lo que está punto de empezar queda ahí relegada, casi como un segundo plato, ante esta fiesta de la memoria.

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La Tomatina, Buñol, España

Es por ello que imagino cuesta tantos años convertirse en un gran festival. Su éxito se construye a través de miles de recuerdos, almacenados unos encima de otros, transmitidos de boca en boca, año tras año, en colectividad, para que cada nueva edición haga renacer ese instante de felicidad sin tregua que convoque a las masas; para que los que nunca han formado parte de ella lo lamenten; para que, los que huimos de ella, levantemos las cejas en expresión de sorpresa.