Las historias de cada día

No. 00/14

El encuentro con la ciudad ideal es semejante a la de aquel otro con el escenario perfecto en una producción audiovisual: tan solo hay que buscar la luz que la hace realidad.

Toda buena película comienza siempre con una buena historia. Unos personajes que se enfrentan a un conflicto, un momento de sus vidas que merece la pena ser contado. Un instante en la rutinaria existencia diaria, una decisión que dibuja una línea que separa el antes y el después: un encuentro fortuito, una historia de amor, una batalla…

Georges Méliès, con dibujo preparatorio en una de las manos y pintando un decorado en el suelo de su estudio en Montreuil, 1901

Georges Méliès, con dibujo preparatorio en una de las manos y pintando un decorado en el suelo de su estudio en Montreuil, Francia, 1901

Pensar en la ciudad ideal es, para mí, semejante al reto del cineasta en busca del mejor escenario. Es querer realizar una minuciosa construcción mental del lugar adecuado en el que los actores puedan dar vida a una historia verdadera. La escenografía, el vestuario o el maquillaje conforman la materia prima, pero el ingrediente que dará vida definitivamente a la imagen final será la luz, natural o artificial, un juego milimétricamente medido para cada posición de cámara. Todo director es consciente de la importancia de contar con un gran director de fotografía en su equipo, de ello depende en gran medida la capacidad de seducir al espectador.

Encontrar el escenario y saberlo iluminar es parte esencial de la producción audiovisual: buscar por medio mundo, conocer cada rincón, ser capaz de aprovechar sus matices —siempre cambiantes según se posicionen la cámara y los focos—, hará creer al espectador que los personajes son ciertos y que de verdad habitan esos espacios. Ser por un día arquitecto o urbanista y construir lugares que bajo una luz estudiada se revelen como escenas de una vida inventada, es, en definitiva, la magia del cine.

Hay ciudades que destacan por su luz, donde el cielo cobra en su historia diaria cierto protagonismo. En algunas de ellas, sus ciudadanos observan con frecuencia al cielo o prestan especial atención a los mejores lugares donde presenciar su puesta de sol. Pero también, cuando llega la noche, el hombre busca con mimo la penumbra habitable, tanto en sus calles como en los interiores de sus edificios. ¿Cuántas historias de amor no se habrían materializado si los protagonistas se hubieran mirado bajo la sobre-iluminación tan habitual en muchos restaurantes de algunas ciudades?

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Bernardo Bertolucci: Ultimo tango a Parigi, 1972. Fotografía: Vitorrio Storaro

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Alfonso Cuarón: A Little Princess, 1995. Fotografía: Emmanuel Lubezki

Porque el ser humano es un voraz animal de historias y sabe perfectamente cómo seducir. Inconscientemente, pero con intuición, conoce lo importante que es la atmósfera, la emoción de sentirse en el lugar y momento precisos, donde muchas veces sobran las palabras y la mirada se detiene libremente en unos ojos que sonríen o en una mano apoyada sobre la mesa; donde una historia soluciona su conflicto al ritmo de una canción de amor o de una épica sinfonía. Ese lugar en el que sientes que todo está perfecto para decir, con total seguridad «tres, dos, uno… ¡acción!»