La gran catarsis

No. 01/15

Para compensar la monotonía de la rutina diaria quizá tan solo necesitemos una gran fiesta desenfrenada y celebrar todo aquello que merece ser celebrado.

Trabajar, comer, dormir, repetir. La extenuante monotonía de la rutina diaria puede provocar desolación existencial y una profunda desconfianza en uno mismo. ¿Por qué estamos encadenados a esta marcha hacia quién sabe dónde? ¿A quién servimos? ¿Cuán grande será esa mina de oro que nos espera al final?

Holi Festival of Colours, Spanish Fork, Utah, EE.UU.

Tan pronto te desplomes en el sofá un jueves a las 2.00 de la madrugada, consolándote pensando en que el fin de semana está ahí, es posible que te asalten algunas de estas preguntas. ¡Oh, el fin de semana! Ese precioso intervalo de dos días. La deposición temporal de las armas. Esas 48 horas sagradas de libertad que te permiten reiniciar antes de comenzar de nuevo con esos hábitos propios de las jornadas laborables. O quizá simplemente estés demasiado agotado para tan siquiera cuestionarte nada más allá de tu próxima —y mortal— fecha de vencimiento.

Esforzarnos al límite en el trabajo puede empujarnos a aceptar excesos similares en nuestras vidas personales. Los viernes por la noche anestesiamos el dolor acumulado con alcohol. Nos embarcamos en intensas expediciones vacacionales a junglas remotas o mega ciudades extranjeras, aun si regresamos más exhaustos todavía que antes de partir. Es como si buscásemos en un extremo el remedio para el otro.

En cierta ocasión, el Dalai Lama, como si de un extraterrestre observando desde lejos a la humanidad se tratase, hizo mención a que precisamente era este desconcertante fenómeno el que más le sorprendía del hombre: «Porque sacrifica su salud para hacer dinero. Luego sacrifica el dinero para recuperar la salud. Y después está tan nervioso sobre el futuro que no disfruta del presente; con lo cual no vive en el presente ni en el futuro; vive como si no fuera a morir nunca y entonces se muere sin haber vivido realmente.»

A menudo nuestras elecciones posteriores reflejan un ansia innata por el equilibrio, aunque no nos demos cuenta en ese momento. Esta búsqueda perpetua nos puede llevar lejos, en un camino lleno de satisfacciones, decepciones, dudas e interludios ocasionales de claridad. Sin embargo, pudiera ser que lo que buscamos no necesite de avión, tren o automóvil. Quizá lo único que necesitamos es una gran fiesta desenfrenada para soltarnos y celebrar todo aquello que merece la pena ser celebrado.

Los festivales —con su color y alegría— nos dan una oportunidad para liberarnos de la rutina y la rigidez de la semana laboral. El poder curativo de ritmos primitivos, bailar todo lo que te apetezca, compartir momentos de pura unión con tus amigos: estos ingredientes, crudos, se arremolinan para formar una gran catarsis, purificando nuestra mente y —con un poco de suerte— alimentando nuestra alma.

Holi Festival of Colours, Spanish Fork, Utah, EE.UU.

Una fiesta en un bosque remoto nos proporciona una dosis de aventura nocturna. Danzar al compás de nuestros grupos y DJs favoritos consigue producir un acorde único de felicidad. Eso es lo que la gente hace en los festivales: ser feliz. Los aguafiestas y los amargados pueden abstenerse. Un festival de músicas, bailes y comidas de otras tierras nos recuerda todas las cosas buenas del mundo, y una multitud de personas reunidas para celebrar la paz, la igualdad y la unidad es quizá la mayor expresión de aquello que nos hace humanos.

Hace algunos años estaba relajado bajo las higueras de un parque urbano de Australia, rodeado de festivaleros, jóvenes y ancianos. El poder infeccioso de una cantante mexicana iluminaba la tarde y una amiga pasó corriendo en un delirio de volteretas, chillidos y risas eufóricas.

«¿Qué haces con tu vida?», le grité bromeando.

«¡Vivirla!», vociferó como respuesta, antes de salir disparada a la multitud vibrante, riendo mientras seguía bailando con frenesí.