Fortaleza

No. 02/15

Fijemos la mirada en los rostros y manos de todos los que cultivan la tierra y elaboran nuestros alimentos; en un instante entenderemos una vida llena de sacrificios.

Es fácil escribir sobre el campo. Con apenas algunas visitas a tus espaldas, puedes cerrar los ojos y recordar rápidamente la experiencia envolvente que afecta a todos tus sentidos. Para las personas que esporádicamente se escapan algunos días, el contraste con la atmósfera urbana facilita el reconocimiento de todo aquello que lo hace hermoso. Los seres humanos nos identificamos rápidamente con la naturaleza porque de ella venimos, y no hace tantos siglos que abandonamos las costas, montañas y valles. Estamos diseñados para sobrevivir ahí, junto al resto de las especies.

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Idaho, 2011. Cortesía Andy Anderson & The Richard’s Group

Durante la niñez se asocia el campo a momentos idílicos. Bajo la tutela de nuestros padres y abuelos, es sencillo rememorar las escapadas en las que nos sentíamos realmente libres. Tumbados sobre la hierba, corriendo detrás de los animales, jugando por primera vez a ser granjeros. Descubrir en las mañanas que el sol ya está ahí antes de salir a su encuentro y, si el día lo permite, verlo desaparecer en el lejano horizonte. Desnudar por primera vez el valor de cada estación del año en aquellas horas en las que todo parecía enorme.

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Idaho, 2011. Cortesía Andy Anderson & The Richard’s Group

Pero no es lo mismo una visita al campo que una vida en el campo. Aquellos cuya existencia comenzó en un rancho sabemos del poder de la naturaleza y del agotador esfuerzo del hombre por domesticarla. Porque si hay algo que define al entorno natural es su espíritu salvaje, que no se detiene ante una verja, surco o cañada; no perdona descuidos, no entiende de pausas. Hemos visto a nuestros padres madrugar para realizar las labores del campo, los siete días de la semana, los trescientos sesenta y cinco días del año. Laborar bajo la lluvia, luchar contra ella. Bendecir el sol, protegerse de él e incluso maldecirlo. Ayudar a nacer a un animal, alimentarlo, cuidarlo, llegar a amarlo para después sacrificarlo.

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Minnesota, 2014. Cortesía Robb Long

Pongámonos en su piel, en la de todos los que cultivan la tierra y elaboran nuestros alimentos. Más allá de su capacidad de embellecer nuestros campos, de dar cuidado a los animales que habitan sus granjas, de mantener la naturaleza en equilibrio, reconozcámosles que gracias a su fortaleza podemos vivir. Porque detrás de cada alimento que nos llevamos a la boca hay una familia que ha sacrificado las comodidades urbanas para dedicar toda una vida a los trabajos del campo. Fijemos nuestras miradas en sus rostros y manos, y entonces, no necesitaremos de poderes sobrenaturales para en un instante, comprender su vida entera.