En los albores de la humanidad celebrábamos una vida, una buena cacería o cosecha; hoy peregrinamos hasta la tierra prometida e instante irrepetible de un festival.
Desde siempre, hemos sentido una irracional necesidad de dar relevancia a los eventos que marcan nuestra existencia. El principio o la expiración de una vida, los frutos de una cosecha o una cacería, o el inicio o el final de un viaje, bien podrían ser considerados como los parientes lejanos de los festivales que hoy en día disfrutamos.
Jonathan Stathakis: Jimi Hendrix en Woodstock Music&Art Fair, 1969. Authentic Hendrix, LLC
Pero con el paso del tiempo, y la inevitable acumulación de experiencia, el acto de la celebración ha sufrido una profunda metamorfosis. Un nuevo tipo de festividad ha emergido, aquella que celebra la auténtica colisión entre el espacio y el tiempo. Sí, cierto, una declaración algo abstracta, pero fijémonos en el acontecimiento que cambió la historia del rock’n’roll y marcaría un antes y un después en el devenir de la historia de la música. Woodstock Music&Art Fair con el reclamo «3 días de paz y música», consiguió congregar en una granja del estado de Nueva York, y de forma casi inesperada, a más de 450.000 personas. Corría el año 1969 en el «territorio norteamericano», en el que la «juventud» se embriagaba con el discurso hippie en pleno apogeo y de mayor enfrentamiento con las políticas belicistas del gobierno. La necesidad de protesta y las voces más reivindicativas de la escena musical del momento crearon una conexión espiritual colectiva sin precedentes y todavía de enorme influencia generaciones después.
El mapa actual de festivales no solo se nutre de una importante oferta musical, sino de la atmósfera que con mayor o menor éxito, todos generan, siempre propia e irrepetible. Y es precisamente en aquello que la dibuja, donde encontraríamos el denominador común, la naturaleza utópica. Pensemos en uno de los más reseñables referentes a este respecto —y quizás el más extremo—, Burning Man, un estado quimérico que cada verano emerge con sistema jurídico propio y fundamentado en el respeto al medioambiente, la sostenibilidad y la libertad absoluta de pensamiento; en el que la habitual moneda de cambio pierde su valor frente al trueque de bienes primarios como son el agua y el alimento, o incluso, improvisadas creaciones artísticas como una pequeña pieza teatral. El principal objetivo de todos los que cada año peregrinan a Black Rock City —la ciudad efímera construida sobre las arenas del homónimo desierto en el estado de Nevada—, es, fuera ya de toda duda, abrir una brecha espacio-temporal en sus vidas.
Sarah Bartell: Burning Man—Spread the LOVE, 2011
¿Y qué celebramos los que somos asistentes habituales a los diferentes festivales que salpican el territorio nacional? ¿Los incombustibles como el FIB, el Primavera Sound o el Sónar pudieran encerrar significados como el fin de los exámenes, el inicio del que será el «verano de nuestras vidas» antes del ingreso en la universidad, o simplemente el placer de estar cerca de nuestros artistas favoritos? Me gusta pensar que acudimos por todos y cada uno de estos motivos, y por otros tantos que se escapan a mi conocimiento. Pero que más da, el caso es que el territorio, el «espacio» donde nos hallamos, y ese «tiempo», ese momento vital lleno de juventud emocional o física, colisionan para compartir, entrelazar de forma casi mágica, cada una de las almas allí presentes, provocando la creación de una utopía única, irrepetible.