Madrid es reconocida por sus bulliciosos restaurantes, pero detrás de cada uno de los deliciosos bocados que la ciudad nos ofrece, hay en el campo un diligente productor.
Abro la ventana, un viento con sabor a sal acaricia mi cara. Salgo de la casa acompañada por el crujir de la arena en mis pies y el vaivén de las hojas de la palmera del jardín.
Como encargo de su monarca, Francisco de Goya devolvió la vida campesina al lugar que siempre le había correspondido: este era, y debiera continuar siendo, la casa del rey.
Favorecer la integración armónica entre los ámbitos urbano, rural y natural, como un todo continuo, evitando la fragmentación paisajística… De eso se trata.
El consumo de productos locales es una buena práctica medioambiental que nos acerca a alimentos de calidad y asegura modelos productivos sostenibles.
Fijemos la mirada en los rostros y manos de todos los que cultivan la tierra y elaboran nuestros alimentos; en un instante entenderemos una vida llena de sacrificios.
He aquí mi reconocimiento a algunos de los iconos de la resistencia, héroes y villanos que con el gen agrario consiguieron forjar —o aniquilar— la leyenda citizen.
El campo es un escenario desde el que reivindicar la vuelta al origen del artista pleno, la búsqueda incesante de la tierra como lugar desde el que crear.
Para compensar la monotonía de la rutina diaria quizá tan solo necesitemos una gran fiesta desenfrenada y celebrar todo aquello que merece ser celebrado.
Los grandes eventos son no solo una excusa para celebrar sino una de las más efectivas plataformas desde la que dar a conocer, no ya a un artista o colectivo, sino a un territorio.
Desde tiempos ancestrales, el hombre se reúne para comunicar los hitos de su existencia y compartirlos con los semejantes de su porvenir. En suma, celebrar la vida.
Las administraciones no solo dibujan el espacio público, deben además dotarlos de vida propiciando su ocupación a través de la celebración de encuentros ciudadanos.
En los albores de la humanidad celebrábamos una vida, una buena cacería o cosecha; hoy peregrinamos hasta la tierra prometida e instante irrepetible de un festival.
En cada nuevo festival del que soy espectador, ahí está, mi rostro de sorpresa ante la instintiva predisposición de los asistentes a convertirlo todo en una gran fiesta.
Tanto si eres espectador como si eres organizador, el resultado siempre es el mismo: tras el cierre de sus puertas ya estás pensando en el que está por venir.
Los festivales se han convertido en poderosas herramientas de comunicación e intercambio creativo que traspasan ya las fronteras que dibujan sus recintos.
Una ciudad es un patchwork infinito de gente y de lugares. La ciudad perfecta abona este jardín para que las empresas puedan crecer y sus ciudadanos prosperen.
En la carrera por ser una gran metrópolis de su tiempo, tan solo un obstáculo puede hacer retroceder a una ciudad hasta el punto de salida: olvidarse de aquello que la diferencia.
La ansiada «ciudad ideal» existe allí donde la perfección y el cambio no son enemigos sino aliados: prueba, yerra y continúa escribiendo su historia con lo que, entonces, funciona.
La relación entre la Administración y la Ciudadanía debe ser recíproca: no solo velará por el cumplimiento de nuestros deberes sino por la protección de nuestros derechos.
El futuro de una empresa pasa por hacer tangibles los valores sobre los que descansa su éxito. ¿Su recompensa? Una relación con el territorio y sus usuarios sin precedentes.
Las ciudades del futuro son las que, sin imposiciones, ofrecen a sus visitantes las herramientas para la construcción de esa otra vida que imaginan.
El encuentro con la ciudad ideal es semejante a la de aquel otro con el escenario perfecto en una producción audiovisual: tan solo hay que buscar la luz que la hace realidad.
Decía George Bernard Shaw que «no hay amor más sincero que el que sentimos hacia la comida». Y ya que la ciudad es el propicio escenario para compartir, comamos juntos.