Hubo un tiempo en el que la buenaventura de las ciudades fue atacada por fenómenos naturales que secaron los campos y mataron al ganado. La tristeza anidó en el alma del hombre, que en su desesperada lucha contra la aflicción decidió crear la Fiesta de los locos, en la que combatían Don Carnaval contra Doña Cuaresma, el fervor contra el recogimiento, la transgresión contra la observancia, la fértil locura de ser uno mismo contra los yermos dictámenes de la uniformidad. Han pasado siglos, y todavía hoy, aquella original celebración continua siendo, en cualquiera de sus nuevas e infinitas formas, el patrimonio intangible de la alegría.
Hace mucho, mucho tiempo, había un viajero errante que deambulaba por parajes desconocidos con el único equipaje de su desnudez. Un día encontró a un grupo de semejantes en los que se reconoció, y fue invitado a unirse con la única condición de cubrir su piel con algo que llamaban «vestimenta». Fue así como aquella criatura hasta entonces solitaria pasó a formar parte de algo mucho más grande que llamaban «comunidad»: con ella aprendió a cazar, a cultivar la tierra, a mirar con los ojos de otros, a compartir, a buscar el bien común… Incluso se enamoró y formó lo que nombraron como «familia». Al clan se sumaron nuevos aliados y creció, tanto que la necesidad de forma y orden trajo consigo el nacimiento de la ciudad y la norma que aseguraban la convivencia pacífica. Y llegaron otros que admiraron sus riquezas y que las quisieron para ellos, y surgió el comercio y con él la prosperidad.
«Papiro del escriba Nebqed», en El libro de los muertos [detalle], ca. 664–332 a.C. musée du Louvre, París
El escriba sentado [conocido como el «Escriba del Louvre»], ca. 2620–2500 a.C. musée du Louvre, París
Pero llegó el día en que la buenaventura fue atacada por fenómenos naturales que ayermaron los campos y mataron al ganado. La tristeza se adueñó de las almas que comenzaron a implorar al cielo por el regreso de la fortuna. Y con la carestía llegó la pobreza, y la pobreza trajo la debilidad, y con la debilidad se corrompió la norma, que corrompió al hombre que la escribía, que creó el poder y con él, la desigualdad. Comenzaron los tiempos oscuros. Entonces, aquel primer hombre, ya anciano, decidió llamar a otros que como él, habían sido primero forasteros y luego miembros de la comunidad original. Se reunieron en torno al fuego, con el único objetivo de discutir como derrocar a la noche de los tiempos y devolver la alegría a sus hijos, a sus nietos, a las generaciones del futuro que no conocerían. Bebieron, se desnudaron en cuerpo y alma, e invocaron, no sin melancolía, la niñez de los niños. Hablaron y hablaron, y antes del alba concluyeron crear la Fiesta de los locos. El sol se anunció y el conclave se dispersó.
Pasaron las semanas sin demasiados cambios, las oligarquías continuaban acumulando poder en la casa en el alto de la colina y en el valle, el pueblo hacinaba motivos para la impotencia. Pero una mañana, la ciudad se despertó con los gritos perturbadores que provenían de la calle. La gente observó enmudecida a través de sus ventanas para averiguar lo que sucedía y pudieron comprobar que los integrantes más vetustos de la comunidad, exaltados, corrían con antorchas y provistos de extrañas máscaras. Las puertas de las casas se abrieron y tras unos segundos de aturdimiento, todos los hombres y mujeres, jóvenes y mayores, niños y niñas se contagiaron de aquella lunática posesión y se sumaron a los transformadores rituales de la burla, la carcajada, el catártico júbilo de ser aquello que quisieran ser.
Gárgola del campanario de la Catedral de Notre-Dame, París
Gárgola del campanario de la Catedral de Notre-Dame, París
Y el sonido de la risa se hizo tan fuerte que escaló hasta la cima de la montaña donde vivía el hombre de poder, que, extrañado, decidió bajar de su palacio de oro, escoltado por su guardia, para sofocar lo que parecía una rebelión. Pero cuando llegaron allí dispuestos a la batalla, las miradas del primer viajero errante y la del hombre de poder se encontraron. La escena se paralizó en lo que pareció un eterno silencio, hasta que el primero extendió su mano para ofrecerle al hombre de poder el único bien que había abandonado en su escalada: una máscara de su rostro joven, de aquella de antes de corromperse. Y este la tomó en sus manos, la miró y se la colocó y… comenzó a bailar, a danzar, enloquecido hasta que encontró su propio ritmo, uno ya olvidado pero que anidaba en su memoria. El silencio se rompió y todos continuaron con la fiesta. Los soldados tiraron sus armas y escudos y pintaron sus rostros con la suciedad del suelo que habitaban los desamparados. Todo el mundo, ricos y pobres, bailaron y cantaron, bebieron y comieron, se rieron los unos de los otros en rituales descabellados e hilarantes hasta altas horas de la noche. Era esta la Fiesta de los locos.
A la mañana siguiente todo el mundo despertó y la ciudad volvió a su normalidad: el hombre corriente volvió a su monótona tristeza y el hombre de la colina continuó acumulando riqueza y poder. Pero año tras año, y de forma instintiva y sin llamamientos, volvía a reinar la catártica explosión de alegría, el mismo día y a la misma hora. Y las comunidades vecinas que habían visto el desenfrenado festejo hicieron lo mismo en sus ciudades. Había nacido el festival en el que batallaban Don Carnaval contra Doña Cuaresma, la pobreza contra la riqueza, el fervor contra el recogimiento, la transgresión contra la observancia, el sueño contra la vigilia, la fértil locura de ser uno mismo contra los yermos dictámenes de la uniformidad.
Pieter Brueghel «El Viejo»: El combate entre Don Carnaval y Doña Cuaresma, ca. 1559. Kunsthistorisches Museum, Viena
Han pasado siglos desde entonces, y aunque la historia se ha inundado de infinitas formas de celebración, queremos recordar aquella original Fiesta de los locos con la inestimable ayuda de Sir Jonathan Mills —director artístico del Edinburgh International Festival de 2006 a 2014—, David Binder —fundador de David Binder Productions—, Larry Harvey —co-fundador de Burning Man—, y Martyn Reed —fundador y director del Nuart Festival—. A ellos nuestra más profunda gratitud no solo por su tiempo, sino por las inspiradoras palabras que dibujan la celebración, la fiesta, en suma, el patrimonio intangible de la alegría.