En los comienzos, la tierra, rica en minerales y nutrientes, era transformada en cultivos y pastos que alimentaban las aldeas y polis circundantes. Pero llegó el día en que el suelo amaneció enfermo de agotamiento y comenzó a perder su otrora fertilidad. Los campesinos se vieron incapaces de pagar los impuestos fijados por los hombres de gobierno y pedían préstamos que no podían afrontar. Empobrecidos y despojados de su medio de vida, algunos huyeron a las ciudades donde terminaron por depender de la beneficencia; otros, sin embargo, emigraron a las Arcadias con un único sueño en sus bolsillos, el del quimérico regreso.
En el alba del Imperio del Hombre, la tierra, rica en minerales y nutrientes, era transformada en cultivos y pastos que alimentaban las aldeas y polis circundantes. Pero llegó el día en que el suelo amaneció enfermo de agotamiento y comenzó a perder su otrora fertilidad. Los campesinos se vieron incapaces de pagar los impuestos fijados por los hombres de gobierno y pedían préstamos que no podían afrontar. Algunos de ellos huyeron a las ciudades donde terminaron por depender de la beneficencia; otros, sin embargo, antes de abdicar sobre su herencia más preciada, emprendieron un viaje a las Arcadias, que más allá de los confines del mar, custodiaban el secreto del quimérico regreso.
Pasaron las semanas, los meses y los años, hasta que una mañana, el puerto amaneció engalanado con la luz de niños y niñas, ya hombres y mujeres, que esperaban ansiosos el retorno del buque Esperanza. Atrás quedaban las cartas sin palabras que envolvían esforzados aguinaldos y los posados orgullosos con níveos atuendos en forma de fotografías. Los últimos en llegar a aquella reunión de luciérnagas que encendían la oscuridad de la ausencia, fueron el Hijo y la Hija. Habían memorizado durante horas cada detalle de las efigies impresas del Padre y la Madre, y que ahora, acechantes, confiaban reconocer entre los desembarcados.
Alfonso Daniel Rodríguez Castelao: Cousas de nenos #165, 1918. Colección Abanca, A Coruña, España
Alfonso Daniel Rodríguez Castelao: «O pai de Migueliño», en El Pueblo Gallego, 17 octubre 1926
Primero vieron una pareja, y los hermanos esbozaron una sonrisa contenida que pronto se tornó en tristeza, pues fueron otros con los que se abrazaron entre sollozos. Entonces la Hija soltó la mano de su hermano y corrió hacia un hombre y una mujer ataviados con ropas tan blancas como bordadas, y el Hijo, paralizado, volvió a sentir un breve vuelco en el corazón; pero fueron otros a los que respondieron con besos y lágrimas. Tras casi una hora, eterna por repleta de aciertos frustrados, los niños-ancianos posaron, al unísono, sus ojos en dos rostros que les miraban. El tiempo y el hambre habían surcado sus pieles, sus vestimentas eran oscuras y estaban remendadas —quizás las mismas con las que años atrás habían dicho adiós—. Sí, eran el Padre y la Madre que observaban a sus hijos, ya Hombre y Mujer, con ojos cansados pero tiernos, que luchaban entre el orgullo y la pesada vergüenza de una mentira inevitablemente desvelada.
Los Padres se acercaron a sus Hijos y, tras un largo silencio, se dieron la bienvenida mientras se reconocían con disimulo. La voz de la Madre rompió el tiempo suspendido y dijo, «Volvamos a casa». El Hijo ayudó con el equipaje al Padre, que seguía la estela de los pesados pasos de la muda decepción. Esperaron al autocar que les llevaría de regreso a un hogar del que solo poseían un recóndito recuerdo. Allí, donde las ventanas y las puertas permanecían tan cerradas como el día de su marcha, se dieron las buenas noches en un distante gesto para escapar a algún lugar desde donde invocar a la tregua.
Alberto Martí: Esperando a la madre sentada en las maletas, 1963
Manuel Ferrol: Emigrantes, 1957. Colección Patricia Ferrol, Madrid
Todavía de madrugada, el Hijo, que no había conseguido conciliar el sueño, escuchó como la puerta del cuarto de su niñez se abría sigilosamente. Asomó el Padre la cabeza, que cruzó la mirada con la de su primogénito, que sin mediar palabra asumió debía levantarse, vestirse y seguirle. Cuando salieron de la casa destartalada iniciaron su caminar, el Hijo al lado del Padre, en compás calmado y sereno. La tierra aún bostezaba cuando llegaron a lo alto de una loma donde se sentaron y divisaron los pastos, todavía de su propiedad, que luchaban por desperezarse tras años en barbecho. Allí estaba el arroyo que los cruzaba y que tras tantos siglos, mantenía el poder de apagar la sed. El Padre se levantó, miró al horizonte y aquella figura que cargaba con el peso de la la mentira y la traición, que apenas sabía leer y escribir, era bañado con la luz heroica del amanecer. Tras un tiempo que pareció infinito, el Padre osó mirar al Hijo; y le sonrió, le sonrió con orgullo y disculpas. Y el Hijo, le respondió; le respondió con orgullo y sin necesidad de perdón; reconociendo al Padre, al Maestro que le había enseñado a amar, a pesar de todas las cosas, a la tierra; al Hombre que había sacrificado su vida por proporcionarle un futuro; al Héroe con el que ahora daría comienzo la hazaña, el viaje más importante de su vida: volver a construir un hogar fértil que alimentaría al Hijo, a los Hijos de los Hijos.
Caspar David Friedrich: El viajero contemplando un mar de niebla, 1918. Hamburger Kunsthalle, Hamburgo, Alemania
No es este un relato de regresos y expiaciones; es esta una historia de comienzos, de inicios reiterados; del deseo de una nueva relación, posiblemente, la más antigua de todas ellas, la del hombre con la naturaleza. Y sobre su milenario transcurrir, son muchos los que caminan, recordando los aciertos y los errores, las privadas ovaciones y los públicos reproches; sabios no por el recuerdo del pasado, sino por su responsabilidad con el futuro. Nuestra más profunda gratitud a Álvaro Siza Viera —arquitecto—, a Walden Bello —politólogo—, a Hilal Elver —relatora especial de Naciones Unidas sobre el derecho a la alimentación—, y Taleb Rifai —secretario general de la Organización Mundial del Turismo—, por ayudarnos a entender que el verdadero heroísmo es sobrio, nada espectacular; que no es el ansia de superar a los demás a cualquier precio, sino la de servir a los demás a cualquier coste.