Como encargo de su monarca, Francisco de Goya devolvió la vida campesina al lugar que siempre le había correspondido: este era, y debiera continuar siendo, la casa del rey.
Desde tiempos ancestrales, el hombre se reúne para comunicar los hitos de su existencia y compartirlos con los semejantes de su porvenir. En suma, celebrar la vida.
La ansiada «ciudad ideal» existe allí donde la perfección y el cambio no son enemigos sino aliados: prueba, yerra y continúa escribiendo su historia con lo que, entonces, funciona.